25.1.14

Desahogos (que ya tocaban).

Querido desconocido:

Hace mucho tiempo que no hablamos, y siento que te haya dejado un poco de lado. No quiero que pienses que sólo me dirijo a ti cuando tengo alguna pregunta que un conocido no me puede responder. No te estoy utilizando. 
Pero ya que estamos, y parece que sigues leyéndome, te lanzo la pregunta: ¿Tú sientes impotencia? ¿No tienes esos días en los que todo va de cabeza al suelo, a pique? Te explico, por si no lo has entendido: Son días en los que sólo quieres llorar, y lloras hasta que tienes los ojos rojos y te pican tanto que no puedes abrirlos. Son días en los que es mejor quedarse en la cama para evitar equivocarte y poner en el suelo el pie izquierdo. Y es ese día en el que un par de personas fundamentales en tu vida se van, y no los volverás a ver, a abrazar y a besar en seis meses. Y luego no logras aparcar el coche, porque una furgoneta gigante ha decidido (¡por cojones!) aparcar en la acera de enfrente y tu pequeño cochecito no puede moverse. Embrague; marcha atrás; todo el volante hacia un lado; embrague; pones primera y tiras pa'lante.
Y sueltas un mierda cuando ves que te separa un metro del bordillo. 
Discúlpame por blasfemar tanto, pero estoy indignada, impotente y cansada. Estoy muerta de sueño y me he tragado dos valerianas a ver si consigo dormir algo porque, para colmo, mañana tengo que madrugar.
Sí, querido desconocido. Este no ha sido un mal día, sino un fin de semana entero -y mira que me gustan los fines de semana-. 

Así que hoy es sábado de desahogo -o casi domingo-.




Si has terminado de leer significa que en el fondo -muy en el fondo, aunque intentes ocultarlo- te importaban mis preocupaciones. Así que gracias, querido desconocido, por estar ahí cuando un conocido no puede, por sevirme de desahogo cuando las lágrimas no hablan por sí mismas y cuando mi conciencia no hace más que martillearme un poco más la cabeza, sin darme respuestas coherentes. Gracias, desconocido, por soportarme cuando estoy de mala leche -con perdón- por el jodido aparcamiento -otra vez perdón-.

Hasta otro desahogo, desconocido.

Postdata: No voy a coger el jodido coche nunca más. Dicho está.

20.1.14

El Holmes del pasillo 12.

Yo no lo había visto antes.
No es que me hubiera fijado. No me había puesto a mirar a cada persona que había en la acogedora biblioteca de mi barrio. Yo iba de vez en cuando -más en cuando que de vez-, y me pasaba horas y horas en uno de los mullidos sillones a un lado del sector de novela de misterio, en el pasillo 12. 
Y no lo había visto antes. Hasta que un día, cuando el detective Poirot y sus interminables interrogatorios me dieron un suspiro, desvié la vista hacia el lado opuesto de la sección.
Y allí estaba. Tumbado cuan largo era -exactamente igual que yo- en otro de los cómodos sillones al otro lado del corredor. Justo frente a mí.
Puede parecer una locura, o se me puede considerar despistada, pero nunca había mirado hacia delante mientras leía. Él siempre llegaba después que yo y se iba antes. Era etéreo, invisible.
Pero ese día lo vi, y no lo pude olvidar.

Él -llamémoslo Holmes, pues eso leía cuando lo descubrí- pareció percatarse de que lo observaba, porque levantó la cabeza del libro y me miró. Yo, como tonta e ingenua, volví rápidamente a mi lectura, deseando en lo más profundo que no se hubiera dado cuenta de mi descarado análisis.
Creo que sí lo hizo. Holmes se levantó, dejó el libro en su lugar en la estantería y salió de la biblioteca.
Extrañada, decidí olvidar el incidente, pensando que probablemente nunca más lo volvería a ver por allí.

Pero al día siguiente regresó. Cogió el mismo libro y se sentó exactamente en el mismo lugar que el día anterior, sin preocuparse de mis posibles -y probables- miradas. Yo, sorprendida, decidí ser discreta: me tumbé más en el sillón, coloqué el libro frente a mí y me puse las gafas en la nariz de manera que él, por mucho que lo intentara, fuera incapaz de saber si lo observaba o no a través de las hojas y del marco. De vez en cuando pasaba una página para disimular mi exhaustivo análisis, pero no perdía detalle de lo que Holmes hacía.
Un día tras otro. Curiosa por averiguar quién era aquel chico que había aparecido de la nada frente al pasillo 12 de la sección de misterio.
Tenía el pelo castaño oscuro, algo largo y desaliñado pero sin llegar a ser descuidado. Cuando llegaba al final de la página, el flequillo siempre le caía sobre sus ojos, cuyo color me era imposible de determinar a aquella distancia. Holmes se lo apartaba, siempre con los finos labios fruncidos y un suspiro molesto. Vestía normalmente vaqueros y converse, y de vez en cuando traía camisas que le quedaban realmente bien; de cuadros. Uno de esos días -intensos, por cierto-, terminó el libro que leía, se levantó del sillón sin hacer ruido e inspeccionó las estanterías en busca de su próxima presa. Estiró el brazo y cogió uno de los libros de las baldas más altas. Los músculos del brazo se marcaron a través de la camiseta de manga corta azul y mis ojos se abrieron desmesuradamente. Carraspeé, disimulando mi estúpida reacción y pestañeé tantas veces que creí que se habría dado cuenta de mi nerviosismo.
Pero él no me miró, sino que se sentó en el suelo, de perfil a mí, y me honró con una nueva visión de su rostro. La luz perfilaba su nariz y sus labios, y leía con una tranquilidad que admiré.

Alívio Imediato

Ese día me enfadé conmigo misma.
No podía creer que llevara una semana observando a Holmes como si fuera una acosadora. Así que me levanté bruscamente, cerré el libro con mal genio y lo dejé en la estantería con el ceño fruncido.
Holmes me miró.
Me quedé quieta en mi sitio, en medio del pasillo. Sostuve su mirada, paralizada. Él se levantó, cerró el libro, dejándolo en su sitio, y se acercó a mí con una sonrisa.
- Soy Sherlock - se presentó, ofreciéndome la mano -. Tú debes de ser Anne.
Asentí y la estreché, demasiado sorprendida como para responder. Tras esas palabras de cortesía, él se alejó por el pasillo y salió de la biblioteca.

No lo he vuelto a ver. Y no es porque él no haya vuelto por allí -que no lo sé.
Es que fui yo la que no volví.