He vivido ocho años de mi vida al otro lado del mundo. Estaba en el culo de la esfera, donde todo está al revés, la sangre se te sube a la cabeza y tienes que sujetarte el vestido para que no se te vean las bragas.
He vivido ocho años de aeropuerto en aeropuerto, 448 horas de mi vida en un avión en pleno vuelo.
La cosa es así.
He vivido ocho años fuera y, sin embargo, he estado más dentro que nunca. Y poco a poco me he ido dando cuenta de que todo depende. Me he dado cuenta de que lo que vale es realmente lo que perdura, de que hay personas que están ahí siempre y otras que... bueno, que desaparecen.
Cuando las despedidas están a la orden del día y las presentaciones son tan normales como un café por la mañana, aprendes que es tan fácil decir "encantado" como "hasta siempre"; que la nostalgia y la melancolía son sinónimos de cariño y aprecio, y que alguien importante hoy puede ser un desconocido mañana.
Si la velocidad depende de la fuerza, el peso y el viento en contra, en estos casos la situación es relativa, y cambia más veces que una niña cambia de vestido.
Quizás ahora mismo estoy y no estoy en los mejores años de mi vida. Los veinte, los fantásticos veinte años en los que todos queremos vivir. Locuras transitorias, amores apasionados, lágrimas duras y noches en vela. Quizás no soy consciente de lo que tengo y de lo que pierdo, y probablemente me arrepienta más adelante. Pero no quiero mirar atrás y darme cuenta de que lo que he vivido no ha valido la pena, y que esos ocho años que he pasado fuera y los doce que he pasado dentro no han servido de aprendizaje, interior o exterior, como queramos llamarlo.
Veinte años son muchos años ya para no darnos cuenta que el pasado, pasado está, y que con vistas al futuro una mochila en la espalda es demasiado peso. Y si todavía vivimos en la eterna "edad del pavo" -la mejor edad del mundo, por cierto- tropecemos una, y otra, y otra vez, pero siempre tropecemos hacia delante, porque tras nosotros no dejamos más que la esencia de lo que fuimos y de lo que no volveremos a ser.
Quizás ahora mismo estoy y no estoy en los mejores años de mi vida. Los veinte, los fantásticos veinte años en los que todos queremos vivir. Locuras transitorias, amores apasionados, lágrimas duras y noches en vela. Quizás no soy consciente de lo que tengo y de lo que pierdo, y probablemente me arrepienta más adelante. Pero no quiero mirar atrás y darme cuenta de que lo que he vivido no ha valido la pena, y que esos ocho años que he pasado fuera y los doce que he pasado dentro no han servido de aprendizaje, interior o exterior, como queramos llamarlo.
Veinte años son muchos años ya para no darnos cuenta que el pasado, pasado está, y que con vistas al futuro una mochila en la espalda es demasiado peso. Y si todavía vivimos en la eterna "edad del pavo" -la mejor edad del mundo, por cierto- tropecemos una, y otra, y otra vez, pero siempre tropecemos hacia delante, porque tras nosotros no dejamos más que la esencia de lo que fuimos y de lo que no volveremos a ser.
Pues eso. Que voy a una velocidad de vértigo por la autovía,
y está todo tan claro y borroso que... quizás estoy un poco perdida.