Callad.
Callad.
Si calláis quizás entendáis lo que quieren decir en realidad. Quizás os paréis a pensar en qué hay detrás de una retina cristalina, de un labio tembloroso, de una pierna inquieta.
Callad.
Callad y quizás habléis.
Callad y seréis testigos del crimen que toda persona comete; o del indulto que te devuelve a la vida. Callad y presenciad lo que viene antes de la tempestad, la expectación tras una mala noticia, el respeto por alguien lo suficientemente inteligente como para entender que las palabras son innecesarias cuando dos miradas se cruzan.
Callad. Callad y quizás descubráis que me refiero a esa mirada fija antes de romper a llorar; es hablar sin pronunciar sonido; es morir de preocupación y al mismo tiempo vivir de expectativas.
No entiendo por qué el silencio es algo que no gusta demasiado. Quizás nos sentimos solos en un vacío de palabras que siempre entendimos como inalienables. Quizás nos vemos colgando de un pozo cuyo fondo es tan oscuro como una noche sin estrellas en pleno desierto.
Acostumbro a saber mantener ese silencio que tanto odio —muy mala costumbre, lo sé—.
Es un arma letal de doble filo. Diez segundos sin palabras puede ser aquello que te desmorone los esquemas y eche tus sueños abajo. Puede hacerte sentir culpable aún cuando eres tú la propia víctima de la tortura. Puedes creer que estás solo cuando más gente te rodea.
A veces hasta un vacío se pone en nuestra contra. A veces —o casi siempre— un pozo de fondo oscuro tiene una cuerda demasiado corta para salvar a alguien.
A veces las estrellas no terminan por aparecer en el desierto.
Yo vivo en el silencio.
Se está bien; no me quejo. Algo de compañía nunca viene mal, lo sabréis mejor vosotros que yo misma. Y sin embargo, es agradable que nadie te reconozca cuando pagas tu café o te pillan comprando chocolate en el supermercado.
Se vive bien bajo un sombrero y una gabardina. Aunque no todo el mundo piense lo mismo. El silencio está infravalorado. Deberían dejar más claro que sin palabras también se habla —incluso se grita—, y que a veces se prefiere cerrar la boca antes que echarlo todo a perder.
Me gusta mantener la boca cerrada, porque hay moscas que no se merecen que la abra para ellas.
Pero me gusta observar. Me gusta captar una conversación real, sincera y pura. Esas que se tienen con las miradas, con las manos y con las sonrisas. Me gusta averiguar lo que piensa una persona con solo levantarme un poco el sombrero, sonreír, asentir, darme la vuelta y volver por donde he venido.
Me gusta pasar desapercibida. Estar ahí y no estar al mismo tiempo.
Las personas como yo —de sombrero y gabardina— son especiales. No todo el mundo puede vivir con una presencia invisible. Porque eso es lo que somos. Invisibles. Somos vistos si queremos ser vistos, y no nos busques porque no lograrás encontrarnos.
A menos que te unas a nosotros. Entonces, quizás alguien se ponga en contacto contigo, y te envíen el sombrero y la gabardina reglamentarios por correo urgente. Y vivirás en las sombras. Acostúmbrate a vivir en el silencio; a conocerlo, a descifrarlo, a dominarlo y a manejarlo a tu antojo. Acostúmbrate a tener el vacío de tu parte, a dormir bajo una noche sin estrellas y a llevar siempre una cuerda extra larga para los pozos oscuros.
Y lo principal: cállate.
¿Lo ves? A pesar de todo, otras veces hablo demasiado. Yo: la de sombrero y gabardina, a veces lo echo todo a perder por decir todo aquello que callé en su momento.
Gabardina hasta el cuello, sombrero abajo, cabeza gacha y mirada inescrutable; vuelvo por donde he venido.
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