Nació una mañana de ese mes de aquel año perdido en el siglo. Con eso bastaba. Fue el pistoletazo que necesitó, el pitido que indicó que empezaba la carrera. Se lo propuso y abrió los ojos a la vida que se le venía encima. Se animó y habló. Aprendió a caminar cuando se lo planteó seriamente, y no se rindió hasta que empezó correr. Cantó la tabla de multiplicar como cualquier otra canción, leyó trabalenguas y disfrutó con aquel programa de juegos de los veranos. Las rodillas y los codos le escocieron, en carne viva, pero aprendió a andar en bicicleta.
Se hizo mayor. Creció y quiso entrar en la universidad, y lo consiguió. Hubo esfuerzo, tristeza, desafíos, alegrías, pero lo hizo.
Quería aprobar la carrera y tener éxito, y lo consiguió. Tuvo bajones, sí, pero no se rindió.
Quería escribir, plasmar en papel lo que le llenaba la mente y el corazón, y lo consiguió.
Quería amor, una familia, seres queridos, y ¿sabes qué? Que lo consiguió también.
Y dirás: “Pues bien, es una persona que se ha aplicado para tener un buen futuro”. Pues sí, es verdad. Pero no todo es tan técnico, tan práctico. No quería un buen futuro, quería ver sus sueños hechos realidad.
Porque tenía ilusiones, fantasías. Porque no se iba a dar por vencida. Porque iba a conseguir lo que se proponía. Porque iba a perseguir sus sueños pisándoles los talones, cosiéndoselos a la planta de pie, si es necesario. Iba a ser la sombras de sus sueños, y no aceptaba una derrota por respuesta.