27.5.13

Y me encontré contigo.

Yo no sé qué pasó. Iba buscando a ese príncipe azul que todas las chicas con una pizca de romanticismo soñador hemos deseado alguna vez. Estaba ciega, cerrada a todos aquellos que, aunque no cabalgaran un corcel blanco ni vistieran de azul, tuvieran madera de príncipe. Qué tonta era, ilusa. Pero yo me imaginaba a ese chico que me tratara como una princesa, que me tocara canciones con su guitarra, bajo la luz de las estrellas. Que le pidiéramos un deseo, que nos hiciera infinitos. Cocinar la cena más simple y exquisita, jugar con la nata montada de las fresas, pedir una pizza en plan cómodo en casa. Quedarme dormida entre sus brazos, y que luego me llevara a la cama y me tapara con la manta. Que se quedara conmigo esa noche y las siguientes, porque teme perderme tanto como yo a él. O pasear en invierno por Madrid; luchar contra la nieve bajo nuestros pies; acurrucarnos en un mullido sillón, con las luces apagadas y el mejor chocolate caliente que pudimos encontrar; ver esa película que tanto nos gusta, o ir al cine para no ver nada. Besarnos porque sí, y porque también. Qué se yo. Solamente buscaba a un Romeo para mi Julieta interior, un príncipe para mi Blancanieves, una bestia que se transformara en chico. Y me encontré contigo. Pero ¿sabes qué? No me arrepiento. Porque, a pesar de que no tienes ni idea de cómo montar en caballo, y que no sepas tocar ni un acorde de guitarra; a pesar de que nunca hemos conseguido cocinar unos espaguetis sin que se nos peguen, o una pizza hecha como Dios manda; a pesar de que no te guste la nata montada y que no vivimos en Madrid, ¿quién tiene en cuenta eso cuando los mejores paseos los he disfrutado contigo? ¿Cuando no me he divertido más cocinando que contigo? Porque nuestro chocolate caliente es el mejor que he bebido en mi vida, tus brazos los más confortantes, tu voz la más dulce, tus manos las más suaves y tus besos... Oh, tus besos. Yo por ti y por tus besos renuncio hasta al título de princesa.

9.5.13

Qué bonito es el cristal, y con qué facilidad se rompe.

Algunas veces vemos la vida como una película antigua: en blanco y negro; donde sólo tenemos dos opciones: o consigues tus sueños, o no. Y es así de simple; así de duro; así de decepcionante. Cuando se te hacen realidad, sientes que eres la persona más feliz del mundo, que puedes con todo lo que te echen. Te crees Superman, Hulk, la mujer maravilla. Sabes que, en ese momento, podrías enfrentarte a tu mayor fobia, decirle todo lo que sientes a la personita que ronda por tu cabeza o soltarle lo que verdaderamente piensas a la pesada de turno. Pero a veces, tus sueños se rompen en mil pedazos. Y es que las ilusiones son frágiles y delicadas, como figuritas de cristal que vuelan sin cesar. Sin embargo, cuando chocan contra el frío suelo de la realidad, se rompen con una sencillez fascinante y aterradora. Por eso nos asustamos. Tememos que salgamos dañados por intentar que ese sueño que parecía imposible se hiciera realidad. Y puede pasar, perfectamente.
Pero también puede que no.
 A lo mejor lo que necesitamos es dejar de darle tropecientas vueltas a todo, y saltar al vacío confiando en que caeremos en el agua o en una colchoneta, amortiguando el dolor. Serán esos momentos de locura e impulsividad los que realmente valgan la pena. Porque puede que el miedo pueda contigo y no lo vuelvas a hacer; y todo quedará en un bonito recuerdo. Y seguirás temiendo cada zancadilla, cada caída y cada tropezón. Y te caerás, te lo aseguro. Porque en la vida nada es perfecto.
Pero si te caes, pues te levantas, te limpias la tierra del pantalón y sigues andando, riéndote de el tortazo que te has pegado.