30.8.14

De sombrero y gabardina.

Callad. 
Callad. 
Si calláis quizás entendáis lo que quieren decir en realidad. Quizás os paréis a pensar en qué hay detrás de una retina cristalina, de un labio tembloroso, de una pierna inquieta.
Callad. 
Callad y quizás habléis. Callad y seréis testigos del crimen que toda persona comete; o del indulto que te devuelve a la vida. Callad y presenciad lo que viene antes de la tempestad, la expectación tras una mala noticia, el respeto por alguien lo suficientemente inteligente como para entender que las palabras son innecesarias cuando dos miradas se cruzan. 
Callad. Callad y quizás descubráis que me refiero a esa mirada fija antes de romper a llorar; es hablar sin pronunciar sonido; es morir de preocupación y al mismo tiempo vivir de expectativas. 

No entiendo por qué el silencio es algo que no gusta demasiado. Quizás nos sentimos solos en un vacío de palabras que siempre entendimos como inalienables. Quizás nos vemos colgando de un pozo cuyo fondo es tan oscuro como una noche sin estrellas en pleno desierto. Acostumbro a saber mantener ese silencio que tanto odio —muy mala costumbre, lo sé—. 

Es un arma letal de doble filo. Diez segundos sin palabras puede ser aquello que te desmorone los esquemas y eche tus sueños abajo. Puede hacerte sentir culpable aún cuando eres tú la propia víctima de la tortura. Puedes creer que estás solo cuando más gente te rodea. A veces hasta un vacío se pone en nuestra contra. A veces —o casi siempre— un pozo de fondo oscuro tiene una cuerda demasiado corta para salvar a alguien. A veces las estrellas no terminan por aparecer en el desierto. 


Yo vivo en el silencio. 

Se está bien; no me quejo. Algo de compañía nunca viene mal, lo sabréis mejor vosotros que yo misma. Y sin embargo, es agradable que nadie te reconozca cuando pagas tu café o te pillan comprando chocolate en el supermercado. 
Se vive bien bajo un sombrero y una gabardina. Aunque no todo el mundo piense lo mismo. El silencio está infravalorado. Deberían dejar más claro que sin palabras también se habla —incluso se grita—, y que a veces se prefiere cerrar la boca antes que echarlo todo a perder.
Me gusta mantener la boca cerrada, porque hay moscas que no se merecen que la abra para ellas. 
Pero me gusta observar. Me gusta captar una conversación real, sincera y pura. Esas que se tienen con las miradas, con las manos y con las sonrisas. Me gusta averiguar lo que piensa una persona con solo levantarme un poco el sombrero, sonreír, asentir, darme la vuelta y volver por donde he venido.
Me gusta pasar desapercibida. Estar ahí y no estar al mismo tiempo. 
Las personas como yo —de sombrero y gabardina— son especiales. No todo el mundo puede vivir con una presencia invisible. Porque eso es lo que somos. Invisibles. Somos vistos si queremos ser vistos, y no nos busques porque no lograrás encontrarnos. 
A menos que te unas a nosotros. Entonces, quizás alguien se ponga en contacto contigo, y te envíen el sombrero y la gabardina reglamentarios por correo urgente. Y vivirás en las sombras. Acostúmbrate a vivir en el silencio; a conocerlo, a descifrarlo, a dominarlo y a manejarlo a tu antojo. Acostúmbrate a tener el vacío de tu parte, a dormir bajo una noche sin estrellas y a llevar siempre una cuerda extra larga para los pozos oscuros.
Y lo principal: cállate. 

¿Lo ves? A pesar de todo, otras veces hablo demasiado. Yo: la de sombrero y gabardina, a veces lo echo todo a perder por decir todo aquello que callé en su momento. 

Gabardina hasta el cuello, sombrero abajo, cabeza gacha y mirada inescrutable; vuelvo por donde he venido.

11.8.14

Pasiones.

Cuando estás al borde de un precipicio solo tienes dos opciones: dar un paso adelante o uno atrás. Las cosas son así de claras, y los caminos intermedios solo sirven para confundir a aquellos indecisos que crean un océano del charco más pequeño. Quizás todos empecemos siendo peonzas que giran sobre sí mismas, mareadas de tanto buscar la salida de un laberinto conformado por dos caminos rectos. Quizás pensamos tanto que un buen día pensemos lo impensable -valga la cruda redundancia-.
Y girando y girando, la peonza se detuvo. Cesó la única tarea que la mantenía en pie, como cuando una bailarina deja de bailar, o un escritor cuando pierde la inspiración. Se va la musa que gobierna un gran reino, abstracto, desconocido para aquellos que, a diferencia de algunos, no pueden leer a través de las pupilas.
Pero seguimos siendo animales cabezotas de asquerosas costumbres que chocamos tres, cuatro y cien veces contra una pared de ladrillo.
El orgullo nos hace trizas -o somos nosotros, sin apenas darnos cuenta-. No se puede culpar a algo intangible del daño más terrenal que se puede hacer, como no se puede culpar a la lluvia de una triste despedida.
Hay cosas obvias, y luego estamos nosotros.
Hay cosas que parecen y no son, que se intentan y no se logran, e incluso que se alegran y no sonríen. Hay cosas con tan poco sentido como la fórmula matemática; hay cosas que son porque tienen que ser.

"Tengo un hambre feroz esta mañana. Voy a empezar contigo el desayuno"


Pero hay brazos que calientan, manos que ponen los pelos de punta y labios que matan con el roce. Hay ojos que traspasan pieles, cabellos que tranquilizan y pestañas que provocan vendavales.
Hay risas... oh, risas. Hay risas que ilusionan hasta a aquel que está en el precipicio lleno de indecisiones. Hay pasiones que te atacan en el momento más inesperado, pasiones en baños, en parques, en ascensores.
Oh, Dios, las pasiones... ¿Qué frase lo suficientemente perfecta puede expresar lo que significa pasión? ¿Un beso de madrugada? ¿Bajo la lluvia? ¿Caricias en la espalda? ¿Sus labios en mi cuello? Mejor es dejarlo en una sola palabra: indefinible. Pasión es que no te salgan las palabras cuando lo miras a los ojos; dejar de respirar cuando sonríe; convertirte en gelatina si te abraza.

La pasión no existe en palabras, pero existe en actos. Ojalá todo fueran pasiones.

3.8.14

Sinsentidos

Querido desconocido:

Hace tiempo que no te escribo. Quizás es que soy feliz. ¿No es eso lo que pasa? ¿Que olvidas las rutinas y parece que vuelas? Es triste, desconocido, que se escriba solo de penas y melancolías. No me cabe en la cabeza —y me cuesta pensar que quepa en la de alguien— el hecho de que la tristeza inspire. ¿Estamos locos?
¡Qué ironía! Escribimos sobre lo que nos fastidia y nos causa dolor. Es tan fácil plasmarlo en papel que las manos se mueven por inercia y el cerebro se apaga. Cuando escribes cosas tristes, las palabras salen solas, anteriormente formadas en una cabeza que ya las ha exprimido lo suficiente.
La tristeza tiene un sabor amargo e incluso ácido, a zumo de limón —que, a propósito, no es de mi agrado—. Todos deberíamos hacer limonada; quizás echarle un poco de azúcar a una vida que solo sabe dar palos y poner piedras. ¿Y no es lo dulce algo mágico? ¿No es lo bueno algo confuso? Quizás sea eso lo que nos impide escribir, querido desconocido; lo que me impide escribir y que al mismo tiempo origina mi reflexión.
La vida es una paradoja que intenta ridiculizarnos cada tres minutos y medio, ¿no crees? Pero no me voy por las ramas —algo más que habitual en mí—. He averiguado la causa de la escasez de escritos alegres. Resulta, desconocido, que no sabemos expresarnos. ¡Chúpate esa! Ahora resulta que nosotros —sí: tú, yo, él, ella, nosotros, vosotros.... Todos— no tenemos palabras que logren definir la felicidad. Estamos tan acostumbrados a reflejar tristeza que cuando llega lo bueno nos paralizamos.
Ay de nosotros, de las paradojas andantes que somos, de la hipocresía que envuelve a lo que deseamos y lo que recibimos.

Acción-reacción. O quizás no.

La respuesta a la mirada que me echa cuando cree que yo no estoy mirándole. La sonrisa que formulan sus labios, cuando menea la cabeza y vuelve la vista hacia delante discretamente. El hecho de tenerle y no tenerle; de estar y no estar presente; de preguntar conociendo la respuesta. Esas cosas no tienen palabras que logren describirlas, porque no son hechos, son momentos. Y los momentos son abstractos, son fantásticos, y son creados en un plano superior al terrenal. 
Y pienso que quizás no toda acción tiene una reacción. Que a veces alguien actúa y prefieres disfrutar del momento antes que poner en marcha a la razón. A veces lo mejor es esa espontaneidad insana, esa locura pasajera y ese sentimiento de no saber si tienes los pies en la tierra o algo te eleva en el aire.




Lo nuestro es un sinsentido con más futuro que cualquier otra cosa; absurdamente bonito; inexplicablemente confuso.

Gracias, desconocido, por ser una vez más el diario más informal que puede existir, y al mismo tiempo el más adecuado. Si no hablo con alguien que no me juzga —aunque sea porque ni le conozco ni me conoce—podría explotar, o incluso volverme loca.

Ahora que lo pienso, en esos tiempos, la locura no me vendría nada mal...